21 de septiembre de 2025
HISTORIAS INCREíBLES
Lampazo, el perro marinero que nunca abandonó su fragata: una vida de lealtad en alta mar
En la histórica Fragata Presidente Sarmiento, un perro Terranova se convirtió en héroe, compañero y símbolo eterno de la Armada Argentina. Su legado sigue vivo en Puerto Madero, atrayendo a visitantes de todo el mundo.

En el corazón de Buenos Aires, anclada en el vibrante Puerto Madero, la Fragata ARA Presidente Sarmiento no es solo un buque museo lleno de cañones oxidados y velas legendarias: es un guardián de historias humanas… y perrunas. Entre sus cubiertas de madera centenaria, donde el eco de olas pasadas aún parece susurrar, reside uno de los tesoros más entrañables: Lampazo, el perro marinero Terranova cuya lealtad trascendió el tiempo. No era un simple animal a bordo; era un tripulante oficial, un amigo fiel y un héroe que salvó vidas. Su cuerpo embalsamado, con esa mirada serena detrás de una vitrina, atrae a niños curiosos, turistas fascinados y veteranos nostálgicos.
El origen de un marinero de cuatro patas
Lampazo no nació en el mar, pero el océano lo reclamó como suyo desde el principio. Era un perro de raza Terranova, una breed conocida por su robustez, su pelaje espeso y negro que resistía las aguas frías, y su instinto natural para nadar como un pez. Estos perros, originarios de la isla de Terranova en Canadá, eran famosos entre marineros por su fuerza y lealtad, ideales para la vida en alta mar. Se estima que Lampazo llegó a la Armada Argentina alrededor de 1921 Fue donado por la familia del capitán Federico Laprade, quien comandaba la Fragata Libertad en ese viaje. Laprade, un oficial experimentado, vio en el pequeño Terranova el compañero perfecto para la tripulación y lo trajo a bordo de la Presidente Sarmiento, donde rápidamente se integró.
¿Por qué “Lampazo”? El nombre no era un capricho: en los buques de la época, un “lampazo” era el cepillo áspero con el que los marineros limpiaban las cubiertas, frotando hasta dejarlas relucientes. La larga y mullida cola de Lampazo, que barría el suelo mientras trotaba con orgullo entre los hombres, inspiró el apodo. ¡Imagina la escena: un perro gigante, de más de 70 kilos cuando creció, moviendo esa cola como un trapeador viviente, trayendo risas a una tripulación que enfrentaba meses de disciplina estricta! Desde el primer día, Lampazo no fue tratado como una mascota cualquiera. En la tradición naval argentina —y en muchas armadas del mundo—, los barcos no podían zarpar sin su animal de a bordo. Representaba buena suerte, compañía y un toque de humanidad en un mundo de acero y salitre. Lampazo se convirtió en el símbolo de todas las mascotas que habían navegado en la Sarmiento durante sus 39 viajes alrededor del mundo, entre 1899 y 1938.
La Sarmiento, botada en Inglaterra, era un buque escuela para cadetes navales: muchachos de unos 21 años que estudiaban matemáticas, idiomas, artillería y maniobras mientras surcaban océanos. Lampazo, con su presencia constante, aliviaba esa rutina dura.
Su vida a bordo era una aventura constante. Navegaba millas interminables, visitando puertos exóticos como Nueva York, Shanghái o puertos europeos. Era el guardián oficial: con su olfato agudo, alertaba de intrusos o cambios en el viento, y su instinto protector lo hacía invaluable. Los marineros lo alimentaban con restos de las comidas —pescado fresco, galletas duras y agua de lluvia—, y él dormía en la cubierta o en los camarotes, acurrucado contra las piernas de los cadetes durante las noches frías. En una tradición naval, Lampazo “colaboraba” en tareas: se dice que ayudaba en rescates menores o incluso en la pesca, mordiendo cuerdas o trayendo objetos caídos al agua. ¡No era raro verlo correteando entre los cañones, “inspeccionando” el barco como un oficial peludo!
El heroísmo que lo inmortalizó: el rescate en la tormenta
Pero lo que elevó a Lampazo de compañero a leyenda fue su acto de valentía en una travesía tormentosa, durante uno de los viajes de instrucción por el Atlántico. La fragata enfrentaba olas gigantes, vientos huracanados y una tripulación luchando por mantener el control. En un momento de caos, un marinero —posiblemente un cadete joven— resbaló y cayó al agua helada. El pánico fue general: las corrientes eran traicioneras, y el rescate parecía imposible. Pero Lampazo, sin dudar ni un segundo, se lanzó desde la borda. Con sus poderosas patas palmeadas, típicas de su raza, nadó contra las olas furiosas, alcanzó al náufrago exhausto y lo mantuvo a flote, ladrando para guiar a la tripulación. Los marineros lanzaron cuerdas y lo izaron a ambos a salvo. Desde ese día, Lampazo no era “el perro”: era un camarada, un hermano de armas. Los oficiales lo ascendieron simbólicamente, y su historia se transmitió de boca en boca, inspirando canciones y relatos entre los marineros.
Lampazo no solo fue héroe; su vida estuvo llena de momentos que humanizaban la dura rutina naval. Una anécdota famosa cuenta que, durante un viaje de 1931, cuando la Sarmiento transmitió la primera radio transatlántica desde Nueva York a Buenos Aires (¡un hito tecnológico!), Lampazo “interrumpió” la celebración ladrando emocionado al oír voces familiares en la radio.
Se dice que calmaba a los cadetes nerviosos antes de exámenes, lamiéndoles la mano, o que “participaba” en las bandas de música a bordo, moviendo la cola al ritmo de los tambores.
Hubo también momentos tiernos: en noches de calma, Lampazo se acurrucaba con los aprendices, recordándoles sus hogares. Y no olvidemos su rol como “embajador”: en cada puerto, atraía multitudes, simbolizando la amistad entre Argentina y el mundo. Comparado con otros perros famosos, como Just Nuisance —el gran danés enrolado en la Marina Británica durante la Segunda Guerra Mundial—, Lampazo representaba esa misma lealtad inquebrantable, pero con un acento bien argentino.
El final de una era… pero no de una leyenda
Como todo ser vivo, Lampazo envejeció. Hacia fines de la década de 1930, con la fragata ya en sus últimos viajes (se retiró en 1938 y se usó para prácticas locales hasta 1961), su salud flaqueó. Los marineros, que lo habían visto crecer de cachorro a gigante sabio, no pudieron soportar la idea de un adiós frío. En lugar de lanzarlo al mar —como se hacía con algunas mascotas—, decidieron embalsamarlo. Fue un homenaje colectivo: lo preservaron con cuidado, colocándolo en una vitrina en el corazón del buque. Hoy, desde 1961 como museo en Puerto Madero, Lampazo “vigila” con su mirada profunda, flanqueado por objetos como una piedra de la Muralla China o fotos de cadetes con sus propias mascotas.
El libro de visitas del museo está lleno de mensajes: niños escriben “¡Lampazo, sos mi héroe!”, veteranos dejan flores y susurran “Siempre fuiste uno de nosotros”. Su historia se ha transmitido por generaciones, apareciendo en libros como “Los Viajes de la Sarmiento” de Teodoro Caillet-Bois (1931), y en relatos de la Armada. Representa no solo la tradición de mascotas navales —esenciales para la moral de la tripulación—, sino la esencia de la lealtad: pura, sin palabras, agitada en una cola peluda.